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Channel: MALBEC & BLUES
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Haciendo las cosas bien

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(Foto: Edy Rodríguez)
La Escuela de Blues cumplió 14 años y el jueves lo celebró a lo grande, con un festival en La Trastienda que contó con la participación de Gabriel Grätzer, Easy Babies, Nasta Súper y algunos amigos invitados. El viernes se produjo otro acontecimiento: Marcos Lenn y Ximena Monzón, cada uno con su banda, hicieron su primer teatro. Ambos eventos reflejaron que el blues local está en franco crecimiento y que sus músicos, lejos de amilanarse, van para adelante con talento, esfuerzo y dedicación.

(Foto: Edy Rodríguez)
Gabriel Grätzer abrió la noche del jueves, aunque esta vez no lo hizo con los Big Tequilas, sino que estuvo acompañado por el Boulevard Gospel Singers, un coro integrado por una docena de almas, más la rítmica de Florencia Rodríguez (bajo), Rodrigo Benbassat (batería) y Joaquín Lascano (teclados). El show estuvo marcado por una fuerte impronta gospel, con temas como Down by the Riverside, Harbor of love y Swing low sweet chariot, más un par de temas de la gran Sister Rosetta Tharpe, que entonaron las solistas An Díaz y Greta Kohan. Pero la apertura, Why I'm treated this way, de los Staple Singers, tuvo el groove típico del southern soul y para el final, Grätzer se quedó solo y nos llevó a las aguas turbias del Mississippi con su clásico Highway 49.

El segundo turno fue para los Easy Babies Mauro Diana y Roberto Porzio, junto a Federico Verteramo y Homero Tolosa. Abrieron con el Truco del olvido y en poco más de 45 minutos volcaron sus blues en español y lograron hacer bailar a un nutrido grupo de chicos. En Conseguite otra mujer subió a cantar Guido Venegoni y luego invitaron a escena a Adrián Jiménez, quien sopló su armónica en un par de temas del próximo disco de los Easy Babies. Siguieron con Abusando de mi suerte, Qué comentario te llegó, con un solo picante de Fede Verteramo, y Estamos haciendo las cosas bien. Todo el show fue enérgico y los músicos generaron un vínculo de ida y vuelta muy interesante con el público.

(Foto: Edy Rodríguez)
Luego apareció Nasta Súper. Rafa Nasta hizo lo que mejor sabe: lucirse con solos muy elaborados, en los que el blues es el medio visible pero que tiene complementos jazzeros y funkys. Como siempre, estuvieron Gabriel Cabiaglia, Mauro Ceriello y Walter Galeazzi, más el aporte eólico de los Fisu Horns. La selección de temas fue 100% Nasta Súper V Power: Tiempo perdido, Enemigo mío, Poco tiempo, La flor más dura, Vago, El Codicioso y El juego. Para el último tema, Nasta invitó a los otros directores de la Escuela de Blues, Grätzer y Diana (el restante es Gaby Cabiaglia), y juntos interpretaron Every day I have the blues. Fue el final ideal para una gran noche de blues, en un lugar que ya se convirtió en una especie de templo para el género.

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Anoche fue el turno de Marcos Lenn y su country blues argentino. La cita fue en el Teatro Empire, detrás del Congreso. A veces pienso que Marcos quiere meter el cuarto gol antes que el primero y lo entiendo. El tipo es un goleador de raza y todo lo que consiguió en la música fue por una combinación de persistencia y pasión. Y ayer no fue la excepción. Un teatro hay que llenarlo y Marcos no pudo, pero eso no impidió que saliera a la cancha con lo mejor que tiene: sus canciones y su carisma. El planteo fue ambicioso: se rodeó de una banda muy nutrida con talentos como Juanjo Hermida en teclados y Pablo Hadida en pedal steel. La primera parte del show sonó mucho más country, no sólo por el aporte de Hadida, sino también por que sumó a un violinista. Interpretó algunas de sus canciones más lindas: Voz de guitarra, No es lo que esperaba hoy y No me digas que no; en esta última los arreglos y los coros -a cargo de sus hijos- le dieron un clima envolvente al mejor estilo Pink Floyd. Al principio tuvo que lidiar con algunos problemas de sonido, que menguaron en la segunda parte cuando subió a escena la sección de vientos y el show tornó más funky.


La apertura de la noche estuvo a cargo de Ximena Monzón y su flamante banda: Santiago Espósito y Federico Verteramo en guitarras, Mauro Bonamico en bajo y Rodrigo Benbassat en batería. La armoncista interpretó media docena de clásicos de blues en los que alternó solos con las dos violas. Su versión de My babe sonó fresca y natural -se nota que conoce ese tema nota por nota- al igual que Rainin’ in my heart, del gran Slim Harpo. El cierre fue con Since I met you baby. La banda sonó muy bien, aunque todavía se percibe que se está ensamblando. A ellos tampoco los ayudó mucho el sonido, ya que las voces, tanto la de Ximena, como las de Santiago o Mauro cuando cantaron, sonaron muy aplacadas.

Sin dudas, pese a los contratiempos y dificultades que el género presenta, todos ellos están haciendo las cosas bien, y van por más... mucho más.

Puro blues

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Flavio Rigatozzo, Tota para toda la humanidad, acaba de cumplir 40 años y es uno de los tantos músicos argentinos que triunfan en el exterior. Atrás quedaron aquellos primeros años 90 en los que, a puro pulmón, Tota comenzaba a destacarse con su armónica sobre el escenario del Blues Special Club en La Boca. Hoy, en Barcelona, asume el blues como un compromiso de vida y encara distintos proyectos, desde su Tota blues -banda eléctrica Chicago style-, hasta dúos acústicos.

En su flamante álbum en vivo, Same way, grabado el 5 de abril del año pasado en la ciudad catalana, en el marco de los Pocket Concerts, Tota ratifica su pasión por el sonido del southside, vuelca sus dos décadas de experiencia como frontman y sopla su armónica tal como aprendió tras interminables horas escuchando a James Cotton, Sonny Boy Williamson y Jimmy Reed. Respaldado por su compañero de ruta, el guitarrista argentino Martín Merino, más Miriam Aparicio (piano y voz), José Pilar (bajo) y Eduardo Neto (batería), todos ellos españoles, Tota versiona clásicos del género y rinde homenaje al gran Muddy Waters con temas como Long distance call y What's the matter with the mill.

La banda suena acompasada, precisa y claramente disfrutando del momento. Same way es un gran disco que refleja como Tota suena en directo, sin maquillaje ni retoques, de cara a quien tenga ganas de escuchar buen blues, del más puro.

113 puñaladas

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El slide de Eric Sardinas es un cuchillo afilado. Sus solos son 113 puñaladas penetrando la carne y llegando hasta las vísceras. Cuchilladas intensas, frenéticas, apasionadas. En vivo se percibe más voraz y extremo que en sus discos. El bajo y la batería llevan los graves al límite. Son golpes furiosos. No dan respiro y no dejan huecos. Todo el tiempo… pum pum pum. Los punteos surgen entre esa maraña de sonido eléctrico con tanta fuerza que cuesta creer que salgan de una guitarra resonadora. No se escuchan limpios y al frente, sino que son parte de un entretejido rockero ampuloso.

“Vamos a tocar blues de la manera que lo hacemos nosotros, con mucho rock and roll”, anunció Sardinas antes de comenzar con una versión enajenada de Treat me right. A partir de ese momento y durante poco más de una hora y media, el power trío llevaría el show a toda máquina, con mucha energía y sin respiro.

Se sabe que a Sardinas no le gusta repetirse y que nunca toca una canción de la misma manera. Durante el show en Vorterix repasó temas de sus discos más recientes, Eric Sardinas & Big Motor (2008) y Sticks and stones (2011), que alternó con algunos covers como I can´t be satisfied, de Muddy Waters. “Crecí escuchando a Charley Patton, Bukka White, Fred McDowell y Howlin’ Wolf. Esta es una de las canciones que me inspiró para tocar la guitarra”, dijo antes de sumergirse en Hellhound on my trail, de Robert Johnson. Ese, tal vez, fue el único momento calmo de la noche: Sardinas se quedó solo arriba del escenario y hasta cantó alejado del micrófono.

El bajista Levell Price, con su barba a lo ZZ Top, también tuvo su instante protagónico. Promediaba el recital, y éste empezó a golpear las cuerdas de su bajo y a combinar la pedalera para sacar un sonido funky con altas dosis de octanos rockeros, mientras el baterista Bryan Keeling lo respaldaba haciendo sonar al máximo sus bombos. Sardinas lo admiraba desde un costado.

Vestido con un sombrero texano, chaleco, camisa negra, botas y jean Oxford, Sardinas se mostró muy natural y agradecido arriba del escenario. “Estamos todos acá reunidos porque amamos la música. No sé qué sería de mí sin ella”, dijo en más de una oportunidad.

Para el bis invitó a Luciano Napolitano y a Vitico (que abrió el show con su banda Viticus) para homenajear a Pappo con El Viejo, tema que también grabaron ayer a la mañana en el estudio de Vorterix para un disco tributo. Sardinas le regaló su slide a Luciano mientras la gente pedía una más. Y habría una más, claro, porque a veces 113 puñaladas no son suficientes. Y Sardinas encaró la última canción como si fuera la primera, como si todo volviera a empezar.

Talentosas y argentinas

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Sol Cabrera – Recién empieza. La belleza natural de Sol Cabrera se filtra como el agua en cada una de sus canciones. La joven cantante, formada en la Escuela de Blues, volcó su pasión por el soul en un disco agradable y ameno, muy bien producido y con la participación de excelentes músicos. No es un álbum de blues, vale aclararlo, pero sí tiene una fuerte influencia de música negra. Algunos podrán compararlo con el álbum de Florencia Andrada, Otra realidad, aunque aquel está más moldeado por el sonido de Stax y este tiene una inclinación más hacia el pop. El disco abre con la poderosa Rhytmeando con la neurosis, que tiene como ejes al hammond de Andrea González y una voluminosa sección de vientos encabezada por Juan Esteban Bardenas, Leonardo Milkis y Patricia López. El comienzo de Mientras tanto, con un exquisito repiqueteo de guitarra, parece homenajear Ben E. King, y Hechizo se percibe inspirada en el gran Otis Redding. Cuenta horas es el único blues del disco, en el que se destaca la armónica de Ximena Monzón. Todos los temas fueron escritos por Sol Cabrera, quien también produjo el álbum y contó con la colaboración de Gabriel Grätzer en los arreglos vocales. El resto de los músicos que la acompañaron fueron Florencia Horita y Santiago Bezchinsky (guitarras), Lorenzo Padín (bajo) y Daniel Jerez (batería). El título es más que elocuente: habrá mucho más.

Sandra Vázquez – Pateando el tablero / En vivo. La talentosa armoniquista lanzó a mediados del año pasado un CD y DVD que sintetiza “el trabajo que fui recogiendo en un ciclo que durante tres años llevé a La Trastienda donde decidí incluir otras expresiones artísticas”, tal como se lo explicó a Télam ella misma. El show que quedó registrado fue grabado en junio de 2012 y contó con el respaldo de la banda Bueytrio (Buey Canosa, Juanito Moro, Kuki Errante y Nico Raffetta) más la participación de figuras como León Gieco, Ricardo Tapia, Don Vilanova, Ciro Fogliatta y Daniel Raffo, así como también del dibujante Marcelo Mosqueira, los bailarines Maxi Prado y Eugenia Della Latta, más las intervenciones del colorido Johnny Pimp. El repertorio es variado, aunque el blues, el boogie y el rock son los hilos conductores. Sandra se luce en una versión animada y personal del clásico de Charly García De mí; Ciro Fogliatta vierte toda su experiencia desde los teclados en América blues y Kansas City, cantada en español; y Tapia y Raffo le inyectan sobredosis de pasión azul a Malena Blues. Sandra también interpreta versiones de La cucaracha, That’s all right mama, The hucklebuck y Una casa con diez pinos, para cerrar el show con María del campo, a dúo con Gieco, y luego con todos sus invitados interpretando el clásico de Pappo, Blues local. Pero lo novedoso de este trabajo es que lo financiaron de manera colectiva un grupo de seguidores y amigos de la artista.

El blues de la profecía

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Muddy Waters y Pat Hare
Su nombre aparece en letras pequeñas en la historia del blues. Sin embargo, fue una figura importantísima en el amanecer del blues eléctrico. Pat Hare tocó en la banda de Muddy Waters en el mítico concierto de Newport. Su guitarra suena en las sesiones de James Cotton para Sun Records. Grabó también con Howlin’ Wolf, Bobby Bland y Junior Parker. Según los historiadores fue uno de los primeros en usar efectos de distorsión en el blues. Para el musicólogo Robert Palmer sus poderosos acordes “anticiparon el heavy metal”. Y fue uno de los guitarristas que más influenció a los jóvenes ingleses de la década del 60. Pero más allá de la música, detrás de Pat Hare hay una sórdida historia de alcohol, celos y muerte.

“Pat Hare era otro que solía tocar con Muddy Waters y también hizo unas cuantas canciones con Chuck Berry. Una de las que llegaron a ver la luz se titulaba I’m gonna murder my baby y apareció en el baúl de los recuerdos de los estudios Sun después de que Pat hiciera precisamente eso y luego se cargara al policía que mandaron a investigar lo ocurrido: lo condenaron a cadena perpetua a principios de los 60 y murió en una cárcel de Minnesota”, relata Keith Richards en su autobiografía.

Pat Hare
La historia es cierta por más increíble que resulte. Auburn Hare, se llamaba en realidad, nació en Cherry Valley, Arkansas, el 20 de diciembre de 1930. Tal vez por lo extraño de su nombre, su abuela lo empezó a llamar Pat, y ya nadie más le diría Auburn. A los diez años empezó a tocar la guitarra, cautivado por el King Biscuit Show de Sonny Boy Williamson. Siendo adolescente cruzó el río Mississippi y se fue a la meca de la música negra por aquél entonces. En Memphis encontró su destino y perdición. Al compás de la música empezó a abusar del alcohol.

Su primer trabajo importante fue con la banda de Howlin’ Wolf, pero fue echado en 1952 debido a sus excesos. Luego se incorporó como guitarrista de Junior Parker, con quien grabó ocho canciones. Tocó con otras figuras de la época como Ike Turner y Rosco Gordon, hasta que se sumó a la banda de James Cotton, con quien entró al estudio para participar de las legendarias sesiones de Cotton crop blues, en 1953. En paralelo con sus trabajo para Sun Records –pese a su conducta errante era uno de los sesionistas preferidos de Sam Phillpis- también grabó con Bobby Bland y Johnny Ace para la discográfica Duke.

En mayo de 1954, Sam Phillips le dio su chance como solista. Fue entonces cuando, acompañado por Israel Franklin en batería y Billy Love en piano, grabó I'm gonna murder my baby -inspirada en el tema de Doctor Clayton, Cheatin' & lyin' blues- y Bonus pay. Pero ninguna de las dos canciones fueron editadas en ese momento, recién aparecieron en varios años más tarde cuando Sun Records lanzó una colección de discos con lo mejor de su catálogo. El primero de esos temas resultó profético.

James Cotton y Pat Hare
En 1957, James Cotton se sumó a la banda de Muddy Waters y se llevó a Hare con él, para reemplazar a Jimmy Rogers. Hare se instaló en Chicago y participó del álbum que Muddy le dedicó a Big Bill Broonzy. Pero como a Leonard Chess no le gustaba su sonido distorsionado y crudo no grabó mucho más en los estudios de 2120 South Michigan Av.

Cuando estaba sobrio, Hare era un hombre tranquilo y tímido, pero cuando bebía se volvía incontrolable. Y eso pasaba a menudo. Por eso Muddy Waters lo echó de la banda en 1960 poco tiempo después del festival de Newport. Hare se fue a vivir a Minneapolis y empezó a tocar en la banda de Mojo Buford. El domingo 15 de diciembre de 1963, pocos días antes de su cumpleaños, se pasó la tarde bebiendo vino junto al baterista S.P. Leary. Luego se fue a visitar a un amigo y siguió tomando gin. Cuando llegó a su casa, completamente ebrio, descargó su furia contra su pareja, Aggie Winje. Hubo insultos, siguieron los golpes y finalmente dos disparos. Los vecinos llamaron a la policía. Los oficiales James E. Hendricks y su compañero de apellido Langaard entraron al domicilio y Hare los recibió a balazos. Hendricks murió en el acto pero Langaard se cubrió a tiempo e hirió y detuvo a Hare. Winje fue trasladada a un hospital de la zona y agonizó durante más de un mes. Murió el 22 de enero de 1964.

El 14 de febrero de ese año se realizó el juicio. Hare fue condenado a perpetua y confinado a la prisión estatal de Stillwater. Allí se unió a Alcohólicos Anónimos y dejó la bebida. Formó una banda con otros presos y siguió tocando blues y rock and roll. Con el tiempo, consiguió un permiso especial para salir a tocar y pudo volver a hacerlo con Muddy Waters en algunos shows. Pero en prisión también enfermó de cáncer de pulmón y murió el 26 de septiembre de 1980. Tenía 49 años. Así se terminó la historia de este bluesman injustamente olvidado que hizo lo que muy pocos: grabar un tema profético que cambiaría su vida para siempre.



Funky Dr. Rush

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Bobby Rush, el multifacético, el provocador, el cantante todo terreno, acaba de sacar un nuevo álbum. Decisions, se llama, y dará que hablar. Es un disco amplio en cuanto a estilos: hay blues, funky, R&B, soul y hasta un poco de rap y latino, que pondrá a los puristas en pie de guerra. Pero seguramente eso al viejo Bobby le importa muy poco. Con este trabajo confirma su regreso estilístico a la ciudad más colorida y musical del sur de los Estados Unidos, una recorrida imaginaria por las calles Bourbon y Frenchmen, y los antros donde se funde el olor a la cerveza Abita con la cocina creole.

Y para volver a Nueva Orleans, algo que anticipó con su álbum del año pasado, Down in Lousiana, se juntó con un viejo amigo, el gran Dr. John. Juntos interpretan el primer tema, Another murder in New Orleans, una de esas raras joyas que aparecen para convertirse en éxitos primero y en clásicos después. Rush y Dr. John alternan sus voces para cantar sobre la violencia que aqueja a esa ciudad, pero con un ritmo y un groove imponente. El piano de Dr. John se amalgama con un coro femenino que resalta el estribillo, y la guitarra de Sherman Robertson penetra como un puñal afilado.

El productor Donald Markowitz apostó fuerte y convenció a Rush que lo respalde la banda funk Blinddog Smokin', integrada por siete músicos locales con el ritmo adherido debajo de la piel. Billy Branch es otro de los invitados y aporta su armónica en temas funky como Decisions o Bobby Rush’s bus, o en los blues Love of a woman, Too much weekend y Skinny little woman. En los últimos también sobresale la guitarra de Carl Weathersby.

Hay dos temas polémicos: Stand back es uno. El comienzo, con la guitarra de Roberto “Chalo” Ortiz, suena muy santanesco, pero el Santana más comercial. Es un tema que, por su ritmo latino, encajaría mejor en Supernatural que en este disco. El otro es Dr. Rush, que empieza como interpretado por George Clinton, pero que después deriva en un hip hop de base electrónica, con apariciones de una guitarra eléctrica que desafía el desplante. El viejo Rush no se sonroja y rapea.

Resultó clave en la realización Carl Gustafson, cantante de Blinddog Smokin', quien compuso gran parte de los temas, hizo las veces de director musical, cantó algunos temas y arregló las armonías vocales. Otro aporte invalorable fue el del guitarrista Shane Theriot, un notable sesionista que tocó con músicos tan diversos como Aaron Neville, Willie Nelson, Larry Carlton y Hall and Oates.

Más allá de esas rarezas, que al final resultan divertidas, las otras nueve canciones son funky y blues que honran la tradición de Nueva Orleans y que ubican a Bobby Rush en un pedestal: a los 73 años es uno de los músicos negros que más se presenta en vivo y sus shows son una verdadera fiesta. Y Decisions es un fiel testimonio de eso. Dejen los prejuicios de lado y denle una oportunidad a este álbum.


Memphis soul

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Robert Cray, Boz Scaggs y Paul Rodgers son algunos de los músicos que en los últimos meses decidieron tomar la ruta musical hacia Soulville, el corazón de Memphis, donde surgió el sonido de Stax. Ese mismo sendero eligió John Nemeth, uno de los cantantes más talentosos de la escena actual. Pero Nemeth no desembarcó en el terreno del soul de un día para el otro, más bien viene orientando su carrera en ese sentido desde hace varios años. Sus discos Love me tonight, Name of the day y especialmente Soul live dan cuenta de eso. Pero ahora con Memphis grease da un paso más allá.

La voz de John Nemeth + la producción de Scott Bomar + la rítmica de los Bo-Keys = Memphis soul.

Pese a que tiene menos de 40 años, Bomar tocó el bajo para grandes maestros del soul como Rufus y Carla Thomas, Eddie Floyd y William Bell, así como también para el legendario Rosco Gordon. En 1998 formó los Bo-Keys. En 2003 trabajó junto a Al Green en su álbum regreso, I can´t stop, y en 2010 produjo el disco de blues de Cindy Lauper. Ahora, aportó toda su experiencia y el feeling local en este nuevo álbum de Nemeth.

Memphis grease tiene 13 temas, de los cuales diez fueron compuestos por Nemeth. El disco abre con un cover de Otis Rush, Three times a fool, pero con un groove mucho más marcado. La voz de Nemeth es enérgica y seductora. Su armónica se desliza por sobre una sección de vientos efusiva. Luego vienen un par de temas del cantante, Sooner or later, que tiene cierto toque emocional melódico, y Her good lovin', con la armónica bien al frente. Sigue con Stop, el clásico de Jerry Ragovoy y Mort Shuman, que grabaron desde Albert King y Sam Moore hasta Al Kooper junto a Mike Bloomfield, aunque aquí Nemeth le da un toque personalísimo.

El resto del álbum se divide entre baladas como Testify my love o temas más power de raíz blusera como Bad Luck is my name, en este último Nemeth realmente lleva la armónica cromática a un lugar fabuloso. El tercer cover del álbum es Cryin’, de Roy Orbison, con exquisitos riffs del guitarrista Joe Restivo.

El otro día me preguntaron por qué tantos músicos supuestamente rotulados como bluseros están grabando discos de soul. Entiendo que hay dos respuestas posibles: por presión comercial o por decisión artística. Supongo que si lo hacen empujados por las discográficas para vender más es probable que el resultado no sea bueno. Ahora si lo hacen porque así lo sienten es casi seguro que el desenlace sea más que satisfactorio, como este disco de John Nemeth.

Country blues independiente

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Goyo Echegoyen y Marcos Lenn son músicos diferentes, pero los dos enarbolan la bandera del country blues. Claro que cada uno lo entiende a su manera. Goyo hace referencia al blues rural más arcaico, el de un nómade que va con su guitarra y su armónica recreando las viejas canciones del Delta del Mississippi. En el caso de Marcos, su country blues argentino, como lo llama él, es una combinación de ambos géneros cantados en español. Lo de Goyo es más crudo, lo de Marcos es más melódico. Estilos diferentes, sí, pero con algo en común: ambos son músicos independientes que siempre la pelearon bien desde abajo. Ahora, Goyo acaba de editar un nuevo disco y Marcos está relanzando uno de sus álbumes emblemáticos.

Goyo Delta Blues – El blues de Son House. El sexto disco de la carrera de Goyo no es un tributo a Son House como sugiere su nombre. El título se debe al primer tema, una composición propia inspirada en el padre del Delta blues, en el que Goyo desliza su slide por sobre las cuerdas de su guitarra resonadora afinada en 432 hz, mientras se acompaña de la armónica y canta en español sin correrse del estilo más puro. Su sonido es rústico y visceral. Su objetivo, en este trabajo así como en los anteriores, es reproducir de la manera más fiel la forma de tocar y grabar que usaban los viejos bluesmen itinerantes. La selección de temas, en su mayoría, son clásicos de las década del 30. Claro que hay dos de Son House, Preaching blues y Pony blues, pero más que nada hay covers de Robert Johnson: Stop breaking down, Come on my kitchen, Crossroad blues, Hellhound on my trail y Me and the Devil. También versiona Boogie chillen, de John Lee Hooker, y Can’t be satisfied, de Muddy Waters. Muy importantes resultaron para que el registro del disco esté a la altura de las circunstancias las compañeras de Goyo, sus guitarras: una National Duolian de 1934, una Dobro Regal de 1930, y dos Parlor de comienzos de siglo. El blues de Son House es un gran disco interpretado por un artista que respeta la tradición a rajatabla contra toda imposición comercial.

Marcos Lenn – Está todo pago. Este disco ya tiene unos años, pero ahora Marcos Lenn logró darle la puntada final, esa que se le fue postergando por diversas razones ajenas a su voluntad. En algún punto, el álbum fue lanzado de manera incompleta y a las apuradas. Pero esa deuda que tenía con él mismo fue subsanada. Juanjo Hermida agregó los teclados, él grabó nuevamente sus pistas de guitarra y Pablo Hadida lo ayudó en la masterización. Y ahora sí, esta versión final de Está todo pago, con tres temas nuevos, es la que Marcos soñó desde un comienzo. Las canciones, todas escritas por él, tienen una impronta country, con pinceladas bluseras y algo de rock and roll. No es country outlaw, sino que es más bien melódico. Voz de guitarra, Alguna vez, Si querés, No es lo que esperaba hoy y Nada más son grandes canciones,interpretadas con mucho sentimiento, que de tener la difusión adecuada podrían trascender. El álbum tiene dos covers: Ella en la ventana está aprendiendo a llorar, de Fernando Goin, y Merci d’etre Venus, del francés Jean Jaques Milteau. Además de la presencia estelar de Juanjo Hermida en piano y hammond, acompañan al cantante grandes músicos como Pablo Hadida en Lap steel, Fernando Goin en guitarra, Martín Cipolla en bajo, Rodrigo Loos en contrabajo, Mariana Galli en armónica y Pablo Pamieri en batería. Como él mismo dice en el disco: “El que lucha sin soñar no llega, el que sueña sin luchar tampoco”.


Mark Hummel y los tres mosqueteros

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El D’Artagnan de la armónica, Mark Hummel, necesitaba para su nuevo disco a sus aliados Athos, Porthos y Aramis y no anduvo con rodeos. Little Charlie Baty, Anson Funderburgh y Kid Andersen fueron los elegidos. Así que sólo imaginen como estos mosqueteros del blues combinaron sus guitarras con la armónica del jefe. Blues en su mejor expresión y sin encasillamientos. Un poco del sonido de Chicago, otro poco del West Coast y Texas, mucho swing. El resultado es asombroso.

The hustle is really on tiene 14 temas inspirados en leyendas como Little Walter, T-Bone Walker, Junior Parker y Bobby Bland, entre otros. De hecho dos de los temas, Tonight with a fool y Crazy legs, son del legendario armonicista. Los otros covers son What is that she got, de Muddy Waters; Give me time to explain, de Percy Mayfield; y la canción que da nombre al album de T-Bone Walker. El resto son composiciones propias de Hummel.

Hummel se encarga de las voces y de la armónica, y derrocha una andanada de swing brutal. Las guitarras se alternan con esmero: los tres son espadachines osados que saben lo que es tocar con grandes armonicistas. Funderburgh lo hizo durante muchos años junto a Sam Myers; Baty tocó décadas con Rick Estrin en los Nightcats, lugar que dejó y fue ocupado precisamente por Andersen.

Little Charlie Baty & Mark Hummel
Funderburgh y Baty tienen estilos similares, son finísimos y profundos, mientras que el guitarrista noruego, tal vez por una cuestión generacional, es un poco más aventurero, pero siempre respetando los lineamientos de la tradición blusera. Andersen, además, tuvo una presencia más activa en la grabación desde los controles, ya que estuvo a cargo de la ingeniería de sonido. Sin embargo, su nombre no aparece en la portada. El álbum, que fue grabado entre Chicago y California, también contó con la participación de músicos con mucha trayectoria como Sid Morris (piano), R.W. Grigsby (bajo), Wes Starr (batería) y June Core (batería), más la presencia estelar de Doug James, saxofonista de Roomful of Blues

“Para mí todo se trata de mantener la verdadera esencia del blues”, dijo Hummel en una entrevista a la revista Blues Blast. Y este disco de valientes mosqueteros es un fiel reflejo de que lo que D’Artagnan piensa y siente con respecto al blues.

Presente y futuro del viejo rock

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Fotos Pablo Potapczuk
Se corre el telón y ahí están ellos, engalanados con sus atuendos setentosos y rodeados por luces tenues estratégicamente ubicadas. Julio Fabiani comienza a deslizar el slide sobre las cuerdas de su Stratocaster. Es un punteo profundo inspirado en los Allman Broithers, en Little Feat, en los Black Crowes. Va al núcleo de las cosas. El otro guitarrista, Brian Figueroa, superpone riffs que van conformando la melodía de Adiós, mientras la sección rítmica comienza a despegar sigilosamente. En apenas segundos, Támesis creó un clima místico y tiene a todos elevados. Guido Venegoni, con su frondosa melena, toma el micrófono y pregunta: “¿Cómo están? Nosotros estamos bárbaro” La gran noche que tanto esperaban llegó. Es aquí y ahora, en La Trastienda.

Lo venían preparando desde hacía meses. Usando una analogía futbolera, los chicos de Támesis salieron a jugar una final como verdaderos campeones. Se nota que hubo mucho trabajo previo. Los temas, los arreglos, los solos, las armonías vocales, la combinación instrumental muestran el equilibrio justo que surge de múltiples ensayos y talento espontáneo.

El rock sureño es el hilo conductor, pero Támesis muestra mucho más: soul cuando se combina la voz de Guido Venegoni con las de las coristas Florencia Andrada y Micky Gaudino; funky en el momento en que Diego Gerez le imprime efectos a su teclado respaldado por la contundencia de los vientos de Mauro Chiappari y Yair Lerner; psicodelia cuando los guitarristas entran en trance; y rock and roll clásico cuando todos explotan con fuerza, apuntalados en el dinamismo de la rítmica de Homero Tolosa y Sacha Snitcofsky. ¿Y blues? Siempre está presente aunque no lo parezca. En cada punteo de los violeros se percibe esa raíz negra. Parafraseando a Muddy Waters, la Escuela de Blues tuvo un hijo y su nombre es Támesis.

La noche de gala tiene sus invitados. Nicolás Bereciartúa, el hijo de Vitico, se suma con su slide al jam sureño de Canción espiritual. Julian Kanevsky, guitarrista de Andrés Calamaro, aporta experiencia y solos demoledores en Desperté, mientras que Nico Raffetta, tecladista de Ciro y los Persas, derrocha un swing fabuloso en Equivocado.

El repertorio está conformado por temas de sus dos discos, Aprendiendo a volar (2011) y Mensaje para vos (2013), y un par de covers, como siempre suelen hacerlo. Esta vez eligieron Bitch, de los Rolling Stones, y Adónde está la libertad, de Pappo, ambas cantadas con mucha fuerza y buen registro por Guido, un hechicero arriba del escenario.

Támesis es el presente y futuro del viejo rock. Se nota que la banda está perfectamente ensamblada y que entre ellos se llevan genial. Y además de lo que muestran arriba del escenario cuentan con el respaldo de un equipo de gente que trabaja mucho y muy bien en todo lo que los rodea. Ya superaron con éxito La Trastienda y van por más, mucho más. Como decía Tom Petty en Into the great wide open: “El cielo es el límite”.

Las rarezas de Junior Watson

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Es un tipo raro. Su barba espesa, que oculta una cicatriz, es como el nido de su cabeza desnuda. El traje le queda grande y se queja que le duele la espalda. Dice un chiste en inglés, que a algunos les parece malo y otros no lo entienden, aunque un par se ríen de compromiso. “No se enojen conmigo, yo no lo inventé sólo lo cuento”, retruca. Transpira bastante. Se seca la cara y la calva con una toalla una y otra vez. Le gusta contar breves historias. Se jacta de que descubrió a John Nemeth en Idaho. Muestra su amuleto, una púa que era de Hendrix. “Yo lo vi en vivo”, revela con cierto orgullo que no puede disimular. Recuerda que tiene sangre latina porque su madre era portuguesa. Cuenta que en Buenos Aires se comió el mejor bife de su vida y que, tras un mes de gira por Brasil y Argentina, se siente cansado y con ganas de volver a su casa.

Ese es Junior Watson entre tema y tema. El resto es música. Cuando el tipo empieza a rasgar las cuerdas de su Spaguetti Western diseñada por Dan Dunham las palabras quedan a un lado. Su gran virtud es que no recurre a ningún tipo de cliché a la hora de tocar. Maneja las armonías, los ritmos y los punteos con una naturalidad asombrosa. Anoche, en el Be Bop Club, en San Telmo, demostró una vez más que puede salirse del molde tradicional sin apartarse del jump blues, el estilo que lo caracteriza desde hace décadas. Fue una noche íntima. El público estaba conformado en un 90 por ciento por músicos de blues, desde Alambre González y Rafa Nasta, hasta Mariano D’Andrea y Nicolás Smoljan. Watson estuvo acompañado por el brasileño Rodrigo Mantovani, bajista de Igor Prado; Pato Raffo en batería; y Tavo Doreste, rebautizado “Gustav” por el guitarrista al momento de presentarlo, en piano.

Más allá de que a Watson no le gustó mucho el amplificador que le dieron, en líneas generales el sonido fue bueno. Como en su visita anterior, cuando abrió la primera edición del Buenos Aires Blues Festival en La Trastienda, optó por un repertorio variado. Tocó algunos blues de su disco If I had a genie, de 2002, y un par de su trabajo más reciente, Jumpin' wit Junior. También mostró algunas rarezas como su aproximación a la bossa nova; una breve versión instrumental de Michelle de los Beatles; o el medley de música surf que incluyó extractos de Link Wray, Dick Dale y del grupo sueco The Spotnicks. Y claro que no faltaron sus versiones latinas de Chicago Cha Cha, Cuban getaway y Tequila.

La banda lo acompañó con precisión y mucho swing. Pato Raffo y Mantovani conformaron un rítmica sólida y justa, mientras que Tavo Doreste lo siguió desde el piano o los teclados con mucha atención y aprovechó los momentos que Watson le dejó para mostrar lo suyo, como por ejemplo en el Dragnet blues, el clásico de Johnny Moore que la mayoría le atribuye al pianista Charles Brown. Lo mejor de la noche vino al final: Watson homenajeó a Pee Wee Crayton con su Blues after hours, llevó a todos bien abajo para luego subirlos abruptamente. Quemó las cuerdas y hasta tocó con la guitarra arriba de los hombros. Pero más allá de esa exhibición de talento, todo el tema estuvo atravesado por un profundo sentimiento y una técnica exquisita.

Sangre y agallas

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Luther Dickinson es uno de los músicos más prolíficos del sur de los Estados Unidos. Además de ser el alma de los North Mississippi All-Stars, desde 2008 es miembro regular de los Black Crowes y en los últimos años ha encarado distintos proyectos como The Word –con John Medeski y Robert Randolph-, South Memphis String Band –con Alvin “Youngblood” Hart y Jimbo Mathus-, y el poderoso trío de guitarras junto a David Hidalgo y Mato Nanji. Así y todo tiene tiempo para componer canciones y grabar discos propios. Ahora acaba de lanzar su segundo álbum solista, el fabuloso Rock ‘n’ roll blues.

En los Estados Unidos, a este tipo de música se la clasifica como americana, que no es otra cosa que una combinación de Delta blues, country y folk. El hijo del gran Jim Dickinson, leyenda musical de Memphis, se destaca desde las composiciones y sus poderosas interpretaciones, especialmente con el slide. Aquí canta y toca distintas guitarras, algunas hechas con cajas de cigarros, respaldado por Amy LaVere en contrabajo y los bateristas Lightnin’ Malcom y Shardé Thomas, la nieta del bluesman Othar Turner.

Blood ‘n’ guts (Sangre y agallas) es, para mí, una de las mejores canciones del año, principalmente por su exquisita melodía y ese estribillo tan cautivante. En Goin’ country, Dickinson evoca a sus grandes maestros Junior Kimbrough y R.L. Burnside con un blues arrastrado y provocador, mientras que Yard man es la pieza más campestre del disco. En Mojo, mojo va a lo más profundo de la tradición del Hill country blues gracias al aporte de Shardé Thomas en pífano, una pequeña flauta muy aguda que se toca atravesada y que fue el instrumento característico de su abuelo. El tema que da nombre al disco es otra joya: Dickinson canta con una notable soltura y el combo de sonido es avasallador. Bar band es una composición sublime y un tanto más rockeada que las demás. Karmic debt tiene un halo más reflexivo apuntalado en una percusión galopante.

Las letras de las canciones son todas autobiográficas, ponen su alma y pensamientos al desnudo, y se nutren de historias que atraviesan las de Robert Johnson y Duane Allman. Rock ‘n’ roll blues fue producido por el propio Luther Dickinson y, si bien no es tan abrasivo y potente como sus trabajos con los North Mississippi All-Stars, es un disco a pura sangre blusera y agallas innovadoras que no se puede dejar pasar.

Súper festival

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El nombre de este festival molestó a los puristas. Best of Blues suena pretencioso y engañosamente definitorio, más teniendo en cuenta que, salvo Buddy Guy y tal vez Ana Popovic, los demás no son artistas que los bluseros catalogan como tales. Así que en eso hay que darle la razón a aquellos que defienden la tradición contra toda lógica evolutiva. Al margen del nombre, el festival auspiciado por Samsung Galaxy, que se realizó el fin de semana en San Pablo, Brasil, fue espectacular. Claro que no fue un show para todos. Las entradas eran muy caras y los lugares limitados. Así y todo durante dos de las tres jornadas estuvo prácticamente lleno. Se hizo en el Golden Hall del World Trade Center paulista, a metros del hediondo río Pinheiros, un salón multiespacio para unas mil personas ubicado en un quinto piso, por lo que el público tuvo que hacer cola para poder subir en ascensor.

El viernes, la apertura estuvo a cargo de la serbia Ana Popovic, una de las guitarristas más calientes de la nueva generación. Apareció en escena con un vestido ajustado mientras la banda -John Williams (bajo), Stéphane Avellaneda (batería) y Steve Malinowski (hammond)- marcaba el ritmo de un shuffle instrumental. Ella tomó una strato, pisó los pedales y arrancó con Can you stand the heat, pero los graves estaban muy arriba y no se escuchó mucho su guitarra. Ese problema siguió durante gran parte del show hasta que lograron corregirlo. El primer tema que sonó bien fue Navajo moon, un blues lento de casi diez minutos, con tintes de balada jazzeada, dedicado a Stevie Ray Vaughan. Pero ya no quedaba mucho más. Cerró con Can you see me, de Jimi Hendrix, donde se pudo apreciar en toda su dimensión su talento con las seis cuerdas, aunque lo llamativo fue el solo del bajista que incluyó hasta un punteo con la boca.

Veinte minutos después apareció en escena Jonny Lang con su banda, conformada por una segunda guitarra, teclados, bajo y batería. Abrió a toda máquina con Blew up (The house) y Freight train. Bajó un cambio con un slow blues, A quitter never wins, y luego volvió a subir con Turn around, en el que hizo un scat fabuloso. En vivo, Lang es potente y aguerrido, poco tiene que ver con sus discos de estudio, especialmente los últimos en los que se acerca más al sonido de Maroon 5 que al de un blues rocker. Delante del público sus punteos son asesinos y su voz grave suena con muy potente y muestra un gran registro para los agudos. También tocó la balada Red light y el clásico de Stevie Wonder, Living for the City. Terminó con Rack em up, de su álbum debut Lie to me, y Angel of mercy. Pero lo mejor de esa noche estaba por venir.

Marty Sammon comenzó a desplegar la lírica de su hammond, mientras Orlando Wright y Tim Austin apuntalaban el ritmo. Buddy Guy saludó y se metió de lleno en Damn right I’ve got the blues. De entrada nomás, mostró su amplia gama de trucos y enajenó al público que se fue en masa hacia adelante. Hilvanó blues de Chicago con mucha garra: Hoochie coochie man, She’s nineteen years old y Close to you, que incluyó un solo vibrante del otro guitarrista, Ric Hall. Buddy estaba encendido y como siempre bajó a tocar entre la gente y se quejó porque alguien le volcó un vaso de cerveza encima. Para cuando empezó con Someone else is steppin' in todo el mundo estaba en llamas. ¡Y faltaba la mitad! En Five long years, además de todas sus muecas, hizo un tremendo duelo con Sammon. Fever y una versión funky de I just want to make love to you precedieron a sus clásicas imitaciones, que incluyeron a John Lee Hooker, Albert King, Ray Charles, Marvin Gaye, Eric Clapton y Jimi Hendrix. Hasta ahí el show fue bastante parecido al que dio en Buenos Aires hace dos años. La diferencia estuvo en que esta vez invitó al escenario a dos de sus hijos. “Y pensar que cuando era chico no escuchaba blues”, dijo sobre Greg, quien con la guitarra a lunares de su padre hizo un solo en Feels like rain primero y otro en Little by little, mientras cantaba su hermana, Carlise. El gran Buddy se despidió con Meet me in Chicago, de su último disco, en medio de una explosión de júbilo envolvente.

El sábado arrancó con la presentación de la cantante local Céu, que fusiona MPB, bossa y soul con bases electrónicas. Apenas escuché un par de temas suyos mientras me acomodaba para lo que vendría después. A las 21, una decena de músicos coparon el escenario y dieron pie a la presentación de Joss Stone. La rubia inglesa lucía el pelo suelto y un vestido blanco angelical. Entró sonriendo y fue ovacionada por el público. Empezó a cantar a capella The chokin’ kind y segundos después se sumó su banda. Promediaba el segundo tema, You had me / Super duper love, y los de seguridad hacían un esfuerzo enorme para tratar que la gente se quedara en sus lugares y no se les desmadrara el evento como la noche anterior con Buddy Guy. Pero ella hizo una seña con la mano para que todos se acercaran a bailar y los patovicas perdieron el control y no tuvieron más remedio que resignarse. Stone es hermosa, canta bárbaro, baila muy bien y tiene mucha onda. Su repertorio, tanto en sus discos como en vivo, tiene una orientación más pop, pero cuando canta soul clásico, como en su álbum debut, es fantástica.

El gran final vino de la mano de uno de los mejores guitarristas de la historia del rock. La presentación de Jeff Beck fue imponente, no sólo por lo que hizo con la guitarra, sino por la solidez y la prestancia de su banda, en particular de la bajista australiana Tal Wilkenfeld, de apenas 27 años. El primer tema fue Morning dew, cantado con mucho vigor por Jimmy Hall, vocalista de la banda Wet Willie. El repertorio alternó instrumentales como Stratus o Freeway jam, con clásicos cantados por Hall: I ain't Superstitious, A change is gonna come, Rollin’ & tumblin’ y un medley de Jimi Hendrix que incluyó Little wing, Foxy lady y Manic depression. La técnica de Beck es asombrosa, su pulgar aventurero saca las notas más fabulosas, mientras Wilkenfeld y el baterista Vinnie Colaiuta lo llevan como un auto deportivo a toda velocidad por una autopista desierta. Joss Stone subió para I put a spell on you y luego la bajista mostró que también es una gran cantante en You shook me. Para terminar, Beck fulminó con su demencial versión de A day in the life, de los Beatles. Dejaron el escenario en medio de una locura colectiva y volvieron para un bis, que no podía ser otro que Wild thing.

No pude quedarme al último día del show, que tuvo como plato principal a Trombone Shorty, pero lo que vi me alcanzó para satisfacer el alma, más allá de las discusiones por el nombre, fue un súper festival… la música está por encima de cualquier encasillamiento y eso es lo que importa.

El último rugido del león

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El título del nuevo álbum de Leon Russell sugiere que será el último y las notas que lo acompañan reafirman esa suposición. “Este es el disco de mi viaje musical por la vida. Refleja partes de cosas que he hecho y cosas que nunca hice por distintas razones.”

Life journey tiene doce canciones que son una síntesis perfecta de su carrera de más de cinco décadas. Comienza con Come on in my kitchen, una de las 29 canciones de Robert Johnson que ha sido versionada hasta el hartazgo, aunque ésta se destaca por encima de la media por la tremenda interpretación vocal de Russell y por su ritmo más acelerado. Ese y Fool’s Paradise son los únicos blues del álbum. El resto de los temas se orientan más al R&B o al jazz, más algunos pequeños guiños al country rock, una especialidad de la casa. En tres de las canciones, entre ellas Georgia on my mind y I got it bad & that ain’t good, el viejo pianista está rodeado por la orquesta de Clayton-Hamilton. La otra es el clásico de Billy Joel, NY state of mind. Entre tanto cover hay dos temas nuevos: Big lips y Down in Dixieland.

El productor ejecutivo del disco fue Elton John, quien hace un par de años rescató a Russell del olvido al grabar juntos el álbum The Union. Pero aquí el productor no es T-Bone Burnett como en aquel, sino Tommy LiPuma, un tipo acostumbrado a trabajar con músicos de jazz. Así lograron darle a este disco un sonido más robusto y vívido que el anterior. El aporte de algunos músicos fue clave. Robben Ford desenfunda sus solos en That lucky old sun y Fool’s Paradise. Greg Leisz, de vasta trayectoria junto a artistas tan diversos como Sheryl Crow, Wilco o Joe Cocker, suma su pedal steel guitar en tres temas. Willie Weeks, bajista de George Harrison, Ron Wood y Donny Hathaway, entre otros, aporta un swing brutal en media docena de canciones.

Life journey también entra por los ojos. La foto de la portada, tomada por Ryan Roth, es un retrato cautivante. Ese primer plano en blanco y negro resalta una mirada adusta atravesada por los pliegues de su rostro y su pelaje mullido y canoso. En algún punto me hizo recordar a la de Miles Davis en Tutu.

A los 72 años, y luego de una carrera notable, más un tiempo sumido en el ostracismo, Leon Russell parece despedirse a lo grande, con un disco que recaptura la vieja mística de la era Shelter y los setentas. Es el rugido del león que dice adiós.


El viejo lord del blues inglés

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John Mayall ya hizo de todo y se anima a hacer algo más. A 50 años de su primer trabajo discográfico, acaba de lanzar un nuevo álbum con un título elocuente: A special life (Una vida especial). Lo interesante del disco, así como de su vida, es que Mayall una vez más suena a Mayall, independientemente de que los ritmos, estilos o formatos varíen entre un álbum y otro. Eso es algo que caracterizó a lo largo de los años a este verdadero creador y maestro de una generación de músicos que se nutrió del blues para brillar con el rock.

El sonido Mayall radica fundamentalmente en su voz nasal, en su estilo de tocar la armónica y en su tremenda capacidad para reconvertir el blues de Chicago en algo propio. A eso le suma un talento natural para rodearse de grandes músicos y una capacidad ilimitada para componer canciones.

Desde la portada, A Special life propone algo atractivo. No es un álbum denso y triste, sino más bien vital y profundo. La banda que lo acompaña está conformada por Rocky Athas (guitarrista texano que tocó con Buddy Miles y tiene un par de discos solista), Greg Rzab (ex bajista de Otis Rush, Buddy Guy y los Black Crowes) y Jay Davenport (baterista de Chicago discípulo de Clifton James). Todos ellos están con el lord del blues inglés desde 2009. Aquí se suma también el acordeonista C.J. Chenier, hijo del legendario Clifton Chenier, quien aporta el espíritu de Nueva Orleans y el zydeco en un par de temas.

En el track uno, Why did you go last night, el acordeón domina la intro hasta que Mayall y Chenier empiezan a cantar a dúo con mucha pasión. Los solos de Chenier se alternan con el piano de Mayall en una gran combinación de estilos. Speak of the Devil, de Sonny Landreth, es mucho más potente que la anterior, la guitarra salvaje de Athas toma el rol protagónico y marca las pautas y la dirección del tema. Mayall resurge con su armónica en el clásico de Jimmy Rogers, That’s all right, aunque en un tempo más acelerado que la original. En World gone crazy cuestiona las guerras, las religiones y a la intolerancia con un ritmo animado y una melodía adherente. Mayall eligió la versión de Floodin’ in California, de Albert King, para sacarse las ganas con el hammond y dejar que Athas haga el solo más intenso de todo el disco. En A Special life baja un cambio, desenchufa y con un ritmo pausado y una armónica serpenteante canta “Viví una vida especial, libertad es mi segundo nombre”. La lista de temas la completan otros dos covers –Big town playboy, de Eddie Taylor, y I just got to know, deJimmy McCracklin-, dos nuevas canciones propias y una de Greg Rzab.

Me gustó mucho la definición de Marcelo Martino en Facebook: “Toda una vida sin que se haya visto condicionado por las modas o las listas de ventas: trampolín de grandes músicos, pionero en modas (vestuario, portadas de discos, diseño de sus propios instrumentos) salvavidas de músicos a la deriva, descubridor de innumerables talentos, predicador del blues, eterno hippie y como si esto fuera poco disco ¡nuevo en 2014 a los 80 años!”


Un idilio que crece

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Qué difícil se les va a hacer a Mariano Cardozo y a Rafa Nasta si el año que viene no lo traen de nuevo. Es notable lo que sucede aquí con Chris Cain. Hace tres años, cuando vino por primera vez, eran muy pocos los que lo conocían. Pero la insistencia de Nasta convenció a Cardozo de traerlo y con el primer show empezó el idilio de este extraordinario hombre con el público porteño.

Lo que pasa con Chris Cain se puede explicar en dos sentidos. En lo estrictamente musical el tipo no falla. Tiene un sonido de guitarra limpio y cada vez que se zambulle en un solo bucea hasta lo más profundo de su ser. Se entrega en un 100 % desde el primer acorde hasta el último. Con la guitarra suena más a Albert que a B.B. King, pero cuando canta se percibe más a B.B. que a Albert. Al margen de esas dos súper influencias, Cain desarrolló su propio estilo. Ya lo dijo Robben Ford hace unos años: “Chris es uno de los mejores bluesmen que tenemos hoy”. El otro costado de Chris Cain es el humano. Arriba y abajo del escenario es una persona sensible, amable y agradecida. Es capaz de emocionarse hasta las lágrimas cuando lo aplauden y, según los músicos que lo acompañaron ayer en La Trastienda, tiene un espíritu enorme.

El rol de la banda también es clave para que el romance entre el californiano y la gente crezca en intensidad. Por cuarta vez consecutiva, estuvo acompañado por Nasta Súper. Gabriel Cabiaglia y Mauro Ceriello son una aplanadora de swing, entienden todos los cambios que plantea el maestro y marcan el ritmo con autoridad y prestancia. Rafa Nasta y Walter Galeazzi son los andamios donde se construye la magia de Cain, quien a su vez les da rienda suelta en más de una ocasión para que se expresen con sus solos.

El show empezó con Nasta Súper calentando motores con un shuffle instrumental. El maestro apareció en escena con su Gibson 339 y se metió de lleno en Something’s got to give. A diferencia de sus shows anteriores, esta vez abrió las puertas del escenario a algunos invitados. Mariano Cardozo y Fisu lo acompañaron con sus saxos en Born under a bad sign y The thrill is gone. Uno de los puntos más altos de la noche lo protagonizó Mariano Massolo, quien esperó la fabulosa intro de Chris en la balada Idle moments para sacar los sonidos más maravillosos de su armónica. El otro invitado fue Alambre González, quien reemplazó en la segunda guitarra a Rafa Nasta en Good evening baby. Chris Cain también tuvo su momento de soledad al piano, en el que mostró una exquisita combinación de Sunnyland Slim y Charles Brown. El plus de anoche fue el sonido excelentemente trabajado desde la consola por Daniel De Vita.

Gintonics (Foto: Mecha Frías)
La gran velada tuvo un comienzo prometedor. El debut de Gintonics sobre el escenario de La Trastienda marcó un nuevo logro de la Escuela de Blues y le permitió a mucha gente entrar en contacto con una exquisita y prolija banda. An Díaz (voz) María Heer (guitarra), Anahí Fabiani (teclados), Florencia Rodríguez (bajo) y Rodrigo Benbassat (batería) desplegaron su combo de blues y soul con mucha naturalidad y soltura. El repertorio incluyó Don’t pass me by, de Sean Costello, I ain’t got you, de Jimmy Reed, y otras lindas canciones como 99 & a half y I’m holding on. Dos cosas hay que resaltar de la presentación de Gintonics. La primera es la parábola de María Heer, quien hace tres años empezaba a tomar clases con Rafa Nasta, en paralelo con la primera visita de Chris Cain, a quien admira, y ahora terminó abriendo el show y recibiendo la buena onda y las felicitaciones de sus maestros. Y la segunda fue el momento inolvidable que vivió An Díaz, quien después de lucirse al frente de la banda terminó cantando con mucha energía Kansas City en el bis de Cain, luego de que el guitarrista la fuera a buscar al backstage y literalmente la arrastrara al centro del escenario.

El final fue un calco de los shows anteriores. Decenas de personas estrechando la mano del artista, pidiéndole más. Todos emocionados y agradecidos. Eso se trasladó a la puerta de La Trastienda, donde hubo escenas de cariño interminables. Y así, una vez más, cada show de Crhis Cain que termina abre la puerta del próximo. Será cuestión de esperar.

Nuevo desafío

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José Luis Pardo se la juega con este disco. Impone un sonido diferente con el deseo de encontrar un público nuevo y satisfacer a los que lo siguen por el blues. 13 formas de limpiar una sartén es un álbum positivo en todo sentido. Las melodías son muy animadas y los solos de guitarra están ahí, muy presentes y punzantes. En cada uno de los temas Pardo vuelca todo el soul que lleva adentro, con el desafío extra de hacerlo sonar bien en español. Y lo logra con creces.

Todos los temas fueron compuestos por él. De hecho toda la idea fue pensada por él. Dio en la tecla en dejar la producción en manos de Gabriel Cabiaglia, quien también toca la batería, para que una segunda mirada le allane el camino de la creatividad. El álbum está bien equilibrado y el sonido es sensacional, especialmente por la fusión instrumental que logra entre su viola, el hammond y los vientos.

Voy a intentar seguir sin vos es la gran apuesta del disco. Es un tema que tiene gran un groove –comandado con notable pulso por Mauro Ceriello-, un estribillo contagioso y una melodía recortada por un slide brutal. El hammond de Guillermo Raíces suma la dosis intravenosa de funk, mientras los vientos delinean los contornos. Extraño en mi hogar sigue casi en la misma tónica: también es muy pegadiza aunque aquí la interpretación vocal de Pardo es un poco más audaz. Sólo hay que saber bailar es bien rockera, casi al estilo de los Thunderbirds, donde los solos de guitarra ganan en intensidad. También hay composiciones en inglés. Just want to be with you es un acústico con una buena armonía de voces; Broken inside es una balada que bien podría interpretar John Mayer; y What the feel se percibe inspirada en Al Green. En todo caso, cantar en inglés no es nuevo para él y en los tres temas lo hace muy bien. El final es con Lavalle (Mis días en Buenos Aires) una gran balada instrumental de guitarra acústica, nostálgica, bien porteña, con la sutil intervención del violín del español Raúl Márquez, quien tocó con El Cigala, entre otros.

El disco fue grabado una parte en los estudios Moma, en Buenos Aires, y la otra en los estudios Subsónica, en Madrid. Entre los invitados figuran el saxofonista de Roomful of Blues Doug James, el guitarrista Román Mateo y el tecladista Walter Galeazzi.

Anoche, Pardo presentó 13 formas… en el Hard Rock Café, con algunos músicos que grabaron con él como Ceriello, Cabiaglia, y las cantantes An Díaz y Gina Valente. Machi Romanelli en hammond y Santiago Espósito en guitarra rítmica completaron la formación. Tocaron casi todo el disco con la intervención de una sección de vientos. Hubo un bis improvisado con Got my mojo working, con Mauro Diana en bajo y Frans Banfield en coros.

Pardo demuestra que está en una etapa creativa e interpretativa de superación. Este trabajo no implica su alejamiento del blues, sino una recta que comienza a dibujar en paralelo. Algunos lo compararán con el sonido de Robert Cray, otros con el de John Mayer y los más puristas lo perseguirán con el cuchillo entre los dientes, pero más allá de eso, en cada una de las 13 formas de limpiar una sartén está el convencimiento profundo del artista de encarar nuevos desafíos.


Volver al futuro

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Con apenas 29 años, Jarekus Singleton “está haciendo mucho ruido en el ambiente del blues”, describe la prestigiosa revista Living Blues. Hace poco firmó contrato con el sello Alligator y acaba de lanzar su álbum Refuse to lose, con el que probablemente tenga la difusión que se merece. El disco es un compendio emocional de blues moderno, una vuelta al futuro, adornado con un poderoso sonido funk y melodías novedosas. Singleton canta con mucha tenacidad, pero su fuerte son esos solos capaces de estremecer hasta los más desprevenidos.

Pero detrás de este disco y su protagonista hay una historia increíble. Podría decirse que Singleton se dedicó al blues por un capricho del destino. Si bien se crío en una familia musical, devota de la Iglesia y el góspel, y su tío le enseñó a tocar el bajo y la guitarra cuando era chico, el verdadero interés del joven Jarekus era el basquetbol. Siendo adolescente se convirtió en una de las promesas de la Universidad del Sur de Mississippi y muchos empezaron a ver en él un futuro en la NBA. Pero en 2009 sufrió una lesión en un tobillo que lo alejó definitivamente del deporte.

Entonces floreció su espíritu musical. Pero todavía faltaba para que el blues lo dominara por completo. Singleton comenzó a escribir canciones de hip hop y a rapear al mismo tiempo que retomó la guitarra. Fue todo muy vertiginoso. Supo condensar esas dos corrientes musicales en lo que denominó The Jarekus Singleton Blues Band. En 2011 editó un álbum de manera independiente, Heartfelt, que se convirtió en uno de los más difundidos por el B.B. King's Bluesville de la radio online SiriusXM, una de las más escuchadas en el mundo. Desde entonces, en apenas tres años, su camino a la cima se despejó. La revista británica Blues & Rhythm lo mencionó como una “estrella en ascenso”; Guitar Center lo eligió como el “Rey del blues del Mississippi 2011”; y recibió el Jackson Music Award al artista del año en 2012 y 2013.

Refuse to lose fue producido por Singleton y el presidente del sello Alligator, Bruce Iglauer. El álbum tiene doce canciones, todas escritas por él. “No es un disco de hip hop y menos de pop, es puro blues nacido de una fusión de la tradición del Mississippi, de donde es oriundo, la impronta salvaje e innovadora de Stevie Ray Vaughan y la narrativa del hip hop”, resume el sitio Allmusic.com. El tema que da nombre al disco es extraordinario y va camino a ser uno de los mejores del año, por su potencia sonora y los vericuetos de su composición. High minded es un blues lento y profundo, con unos solos impresionantes. Sorry tiene una gran melodía y es de las más souleadas. Crime scene es otra de las canciones que definen a Singleton como un entusiasta renovador.

En síntesis, Refuse to lose es un álbum personal y revelador, con una nueva visión del blues que, lejos de estancarlo en el pasado lo lleva hacia el futuro con la misma pasión y energía que lo hicieron aquellos viejos maestros que en momentos clave de la historia dieron el giro necesario para no morir en el olvido y adaptarse a los tiempos modernos.

El buen pastor

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Kenny Wayne Shepherd se encamina hacia los 40. Ya no es más aquel joven guitarrista explosivo que irrumpió a mediados de los 90 a la par de otro rubio pirotécnico como Jonny Lang, sino que ahora carga con el peso de la experiencia y un refinamiento en su forma de tocar. A diferencia de Lang, que inclinó su carrera discográfica hacia un R&B más popero, Shepherd fue consolidándose como un referente del rock- blues.

Goin’ home es su séptimo disco de estudio y en algún punto tiene un nexo directo con su álbum de 2007, 10 days out: Blues from the backroads, donde buscó en las raíces del blues y se sentó a tocar junto a B.B. King, Henry Townsend, Clarence ”Gatemouth” Brown, Bryan Lee y Hubert Sumlin. En este nuevo trabajo, Shepherd redescubre sus influencias más directas, el blues eléctrico de los músicos que lo cautivaron desde pequeño. Aquí también se rodea de algunos invitados, más emparentados con el rock, a los que bajó al ruedo blusero.

Los puntos más altos del disco son el dueto que mantiene con Warren Haynes en Breaking up somebody's home, donde ambas voces y guitarras llegan a un nivel de visceralidad asombroso; y Palace of the King, el clásico de Freddie King que compusieron Don Nix y Leon Russell, donde Shepherd es respaldado por la potencia de la Rebirth Brass Band, nativa de Nueva Orleans.

Entre los homenajes que realiza se avizoran sus máximas influencias: una versión entusiasta de The house is a rocking, de Stevie Ray Vaughan; You done lost your good thing now, de B.B. King; Everything’s gonna be alright, de Little Walter; y I love the life I live, de Willie Dixon, junto a Kim Wilson y Joe Walsh. Otros invitados asoman en la segunda parte del disco. Ringo Starr canta Cut you loose; Robert Randolph se suma con su lap steel en Still a fool, de Muddy Waters; y Keb’ Mo’ comparte el tributo a Albert King con Born under a bad sign.

La banda que lo acompaña es impecable y maneja los ritmos y los tiempos con notable maestría. Chris Layton, ex Double Trouble, monopoliza la bacteria, mientras que Tony Franklin toca el bajo y Tiley Osbourn se hace cargo del piano y los teclados.

Su apellido y trayectoria lo convierten en el buen pastor del blues. En todos estos años, más allá de ciertos desvíos, demostró que lleva el blues en las venas y siempre estuvo a la altura de los acontecimientos, especialmente cuando le tocó compartir estudio o escenario con las viejas glorias del blues. Y esta vez no es muy distinta a las anteriores, salvo porque encara el blues con más decisión que nunca, sabiendo que ese es su futuro.

Tres discos imprescindibles del blues local

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Jorge Senno – Barraca peña (2001) Este álbum es una perfecta combinación entre el blues acústico tradicional y el blues argentino. Desde lo instrumental, Senno se inspiró en el estilo piedmont, ese que caracterizó a los negros de la Costa Este de los Estados Unidos, y el country blues. Mientras que la lírica de las canciones tiene ese acento bien porteño. Es como si Mississippi John Hurt o el Reverendo Gary Davis se pusieran a cantar canciones de Manal. No por nada el repertorio incluye You got the pocketbook, I got the key, del guitarrista de Carolina del Sur, y Blues de la amenaza nocturna, de Javier Martínez, más algunas exquisitas composiciones propias como Eliseo blues o Ruta 25. Para su álbum debut se rodeó de grandes invitados y amigos: Claudio Gabis, Botafogo, Kubero Díaz y Claudio Kleiman.

Tota Blues – Insatisfacción total (2007) Tota grabó este álbum en 2007 en Buenos Aires con la base rítmica inicial de los Easy Babies, así que podría considerarse también como el disco precursor de El blues paga mal. Si bien aquí Tota canta un par de temas en inglés, como Long way y Hey babe, el resto son composiciones propias en español como Vos dijiste que me amabas, Todo lo hice por los blues y Prohibido. El disco fue producido por Mauro Diana, quien además toca el bajo. Las guitarras están a cargo de Martín Merino, el ladero de Tota, y Roberto Porzio. Pato Raffo en batería y Nicolás Raffetta completan la formación. Daniel Raffo hace los solos en The Hucklebuck. El disco suena muy bien y define a Tota como un artista sumamente comprometido con el blues.

Matías Cipiliano – Matias Cipiliano & Dynamo Blues (2007) El notable guitarrista uruguayo Matías Cipiliano absorbió cosas de los grandes violeros argentinos, principalmente de Pappo, y lo combinó con el estilo de los viejos maestros del blues de Chicago y la Costa Oeste. En este, su primer disco, Cipilliano volcó muchas de sus influencias pero también de su un estilo propio que comenzaba a delinear. Piezas suyas como Jump “u” alterado, R. J. Shuffle o Blues para Pochy se alternan con covers de T-Bone Walker, Albert Lee o baladas exquisitas como Someday, cantada hermosamente por el “Ciego” Javier Goffman. El disco termina con una sutil y emotiva interpretación acústica de Vincent, de Don McLean. Si bien desde entonces Cipilliano creció muchísimo como músico, no por nada la revista Rolling Stone lo eligió como uno de los mejores 100 guitarristas del país, en este trabajo ya empezaba a mostrar su magia y talento.
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